La segunda vez se convirtió en una tercera, cuarta, quinta… y eventualmente perdí la cuenta.
Su nombre era Winona. A ella tampoco le gustaba, pero no tenía otro nombre, por lo que sólo podía llamarla así porque tampoco me gustaban los apodos.
Hemos estado encontrándonos en la escuela, por todas par-tes, casi todos los días. Era demasiada coincidencia y en serio me alegraba que ella no pensara en mí como un acosador. No quise decir que era el “destino” porque sonaba demasiado gay.
Me compré el Smartphone más sencillo que pude encontrar porque ella quería mi WhatsApp para seguir en contacto. Dijo que iba a tocar en un bar cercano a su casa, al otro lado de la ciu-dad, y parecía tan emocionada por verme ahí…
¿Eso qué tenía que ver con un teléfono?
No lo sé, pero terminé consiguiendo uno por ella.
—¿Cómo pudiste sobrevivir sin teléfono tanto tiempo? —preguntó a la vez que se negaba a dejarme cargar su mochila. Quizás ella creía que eso la hacía más independiente.
—Nunca lo vi necesario…
—¿Cómo crees? A mí me da ansiedad cuando veo que se me acaba la batería, o un mini-infarto cada vez que no lo siento en mis bolsillos —Winona hablaba mucho y hacía ademanes muy graciosos—. Y mis padres solían llamarme toooooodo el tiempo…
—¿No te fastidia eso?
—Mucho —admitió. Justo en eso, sonó su celular. Ella rodó los ojos y yo reprimí las ganas de reírme—. Disculpa, tengo que…
—Claro, adelante.