Por más que le sigo dando vueltas al asunto, no sé por qué todo se fue al caño.
No llegamos a vivir juntos, pero casi… todo el tiempo yo estaba en su casa o ella en la mía. Ya sabía usar mi celular, pero no había descubierto las maravillas de ponerle contraseña o patrón. Varias veces salí del baño o regresé de la cocina y ella lo estaba revisando. Me sonreía y continuábamos la conversación ya que no me molestaba mucho. Cuando le preguntaba al respecto, ella me daba excusas; “Estoy buscando un número”. “Quiero ver si el problema de conexión es general o solo mío”.
Le creía. Le creía todo…
—¿Quién es Lorena? —preguntó un día que la atrapé con mi teléfono.
—Una amiga de mi hermana. —No le mentí—. El teléfono de Luna se rompió y me pidió guardar sus contactos por ella…
—¿Y por qué te dice que se muere por verte? —enarcó una ceja.
—Luna y Luis están muy cerca de la agenda, quizás se equivocó…
Pero a Winona no le pareció mi respuesta. Tragué saliva. No porque ella “me pillara infraganti” (Nunca le mentí), sino porque ella parecía otra persona…
Winona fue muy específica; quería que le mandara un mensaje a Lorena aclarándole que tengo novia y que no se me podía acercar. Un poco molesto, acepté aclararle que se había equivocado, pero no escribí el mensaje que ella quería. Discutimos un poco y ella decidió tomar sus cosas y marcharse, indignada.
La misma discusión se repitió. No solo por Lorena, sino por cualquier nombre femenino que tuviera en mi agenda o en una cuenta de Facebook que apenas y usaba.
Sus celos me parecían “lindos” hasta que intentó golpearme.
Quería que las cosas estuvieran bien entre nosotros, pero aislarme del mundo como ella me pedía no era una opción para mí.